Deseo de ser punk, de
Belén Gopegui, es el típico libro que me habría encantado leer con 16
años, pero que también disfruté a los 30. No os voy a contar de qué
trata, eso lo podéis ver por ejemplo aquí, pero os transcribo algunos de mis fragmentos preferidos:
Así que le mandé un mensaje telepático de esos que no llegan nunca. Un mensaje
con el que le dije que me hacía falta, que inmediatamente debía aparecer montado
en un vehículo espacial, ni moto, ni bici, ni coche ni una mierda, un cohete que
viajara a la velocidad de la luz para largarnos. Porque hoy lo normal ya no me
basta.
Hablan todo el rato de la igualdad, pero a mí bastantes
veces me gustaría ser tío, y al revés no pasa tanto. No lo digo por el sexo. Yo
querría ser tío pero no para enrollarme con Vera, eso puedo hacerlo ya. Si lo
piensas, es hasta increíble que haya que hacer leyes, es alucinante que en otras
épocas no nos dejaran estudiar o ser ingenieras. Pero es que hay historias que
no están en las leyes, no sé cómo decirlo: me refiero a lo que te pides, ¿sabes?
Los tíos se pidieron cosas como consolar o defender y luego se quedaron con esas
cosas. ¿Por qué no puede pedírselas cualquier persona, sea lo que sea, según su
ánimo o según lo que le haya pasado? Muchos días prefiero consolar y no que me
consuelen, defender y no que me defiendan. Prefiero salir en vez de quedarme
esperando a que vuelva alguien. Y aunque ya no siempre sea así, aunque a veces
mi madre se vaya de viaje y sea mi padre quien va a buscarla, no sé, es que los
chicos se han pasado la vida viéndose en todas partes como los que llevan el
barco. He oído a pocos que digan: me encantaría quedarme aquí y que vinieran a
salvarme. No se trata de ser valiente. A lo mejor es incluso al revés. Porque lo
que da miedo es estar esperando y no poder hacer nada. Da mucho más miedo eso
que salir a matar dragones.
El LP empezó a dar vueltas, la
aguja lo tocó y oí esa guitarra.
Hay que oírla, todo lo que diga da
igual. Era mi electricidad, lo que me estaba pasando hecho sonido y atravesando
las paredes y kilómetros de carreteras mojadas por la lluvia, era como ser libre
en esos sonidos, nadie podría sujetarlos, igual que los caballos que en las
películas parece que nadie puede domar pero al final los doman; en cambio, lo
que salía de esa guitarra era capaz de sacudirse a cualquiera que fuese a
domarlo, y seguiría a su aire y no sería un caballo de montar ni ninguna otra
clase de animal, sería electricidad, y me llevaría con él y yo lo llevaría
conmigo.
Los dos chicos de la tienda se habían olvidado de mí, estaban
en la autopista del infierno, igual que yo. Luego alguien empezó a cantar. Nada
de blandiblú, ¿sabes?, nada de melancolía y vocecilla que cambia cuando canta.
Esa voz tenía música y gritaba con ella, no hacía putas gárgaras para arriba y
para abajo, paseítos por los sonidos, no. Era potencia hecha música. Seguro que
si se lo cuento a Émil, mi hermano, me dice que estoy descubriendo el
Mediterráneo. Highway to hell no es la música de mis padres pero le falta
poco. Para Émil ya son clásicos, así que se supone que para nosotros ni deberían
existir. Pero ¿por qué? Si Bach fuera mi música, lo diría igual. Cuando llegó el
estribillo me puse a cantarlo y gritarlo con aquellos dos chicos a quienes no
conocía de nada. En ese momento todavía no estaba segura de haber encontrado mi
música. Pero, a ver, sí que estaba segura de estar encontrándola. No sabía si
después, cuando me fuera, cuando estuviera en la calle, cuando volviera a casa,
cuando estuviera en clase, no sabría si entonces yo podría mantener esa música
dentro de mí pero no sólo dentro, no quieta, no presa. A lo que me refiero es a
mantener esa música en las costillas como se mantiene día y noche la
respiración.
Marta Zambrano Moreno (profesora de lengua castellana y literatura)
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